miércoles, 12 de septiembre de 2012

La socorrida tranquilidad de conciencia



 

Con frecuencia indeseada, dada la corrupción imperante, asistimos a la repetida escena de imputados compareciendo ante los medios de comunicación entonando, a modo de confesión pública, la jaculatoria, “tengo la conciencia tranquila”. O, con mayor rigor, si cabe, como corresponde a un expresidente del Consejo Superior del Poder Judicial, como Carlos Dívar, “tengo la conciencia absolutamente tranquila”. ¿Qué cualidad exculpatoria tiene la tranquilidad de conciencia para que todo el mundo acuda a ella? Ante qué o quién exculpa la tranquilidad de conciencia, cabe preguntar, sobre todo a una de las figuras más representativas de la  Administración de Justicia. Solamente ante uno mismo pero no ante la ley. Este tic probablemente responde a la búsqueda de la absolución social, pero, en cualquier caso, el  estado de la  conciencia de los inculpados es irrelevante para formar juicio sobre sus actos.

 El recurso a lo que dice la propia conciencia probablemente responde a la creencia religiosa de que es la voz de Dios. Para Benedicto XVI la conciencia es “la voz divina que habla en nosotros, la capacidad humana para reconocer la verdad en ámbitos decisivos de la existencia”. El enfoque laico de lo que es la conciencia, arroja definiciones diversas como, p.e., “la autonomía absoluta de la voluntad individual”.

Independientemente de la naturaleza, consideración y valor que la conciencia tenga para cada cual, siempre me han parecido patéticas, sobre todo en personas de reconocida  altura intelectual, las invocaciones al estado de ánimo de su conciencia. La conciencia no tiene voz audible. Quién en descargo de responsabilidades apela a lo que, supuestamente, le dice la suya, sabe que ésta no puede desmentirle.

 
                                            
                                                José Antonio Quiroga Quiroga